“Cuentos de la selva” de Horacio Quiroga – Vol 3: Nivel avanzado
Serie Aprendé con Español Castellano

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Índice
Introducción
Cuento 1: “El paso del Yabebirí”
Ejercicios para el cuento 1: “El paso del Yabebirí”
Cuento 2: “La abeja haragana”
Ejercicios para el cuento 2: “La abeja haragana”
Introducción
“Cuentos de la selva” es una obra clásica y fundamental de la literatura latinoamericana, que llevó a su autor, el uruguayo Horacio Quiroga, a ser reconocido mundialmente.
Situadas en la selva misionera argentina de principios del siglo XX, cada historia nos abre un mundo desconocido y por momentos fantástico en donde animales salvajes y humanos interactúan con total normalidad. Si bien fueron pensados por el autor para un público infantil, rápidamente un adulto puede percibir la profundidad y la riqueza que esconden cada una de las enseñanzas que transmiten.
Como el resto de los libros que componen la serie “Aprendé con Español Castellano”, a esta obra de dominio público se la trabajó de modo tal que pueda ser utilizada tanto por el lector tradicional como por alumnos del idioma español (en su variante de acento rioplatense).
Este volumen específicamente está destinado a estudiantes avanzados y contiene aportes adicionales a la obra original: preguntas de comprensión lectora cuidadosamente seleccionadas, reflexiones y actividades creativas.
Para una mejor disposición editorial, el libro original fue dividido en tres volúmenes. En el presente se incluyen los últimos dos cuentos de la obra original: “El paso del Yabebirí” y “La abeja haragana”.
¿Quiénes somos? Español Castellano es una plataforma educativa creada por un periodista profesional pensada para aportar materiales originales al estudio del español para hablantes extranjeros pero siempre enfocado en la promoción y la producción de materiales en acento argentino y la difusión de la cultura del país.
En la serie “Aprendé con Español Castellano” todos los libros cuentan con su versión en e-book y audiolibro, son muy económicos, y están escritos y narrados de forma clara, para facilitar tu comprensión. Si todavía no nos conocés, te invito a que nos escuches, veas todos nuestros productos y aprendas con nosotros con nuestro podcast y plataforma web www.espanolcastellano.com
Cuento 1: “El paso del Yabebirí”
En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchísimas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río – de – las – rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón, y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa; el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros pescados, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran la bomba al río, y la bomba revienta, matando millones de pescados. Todos los pescados que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien; una vez un hombre fué a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lástima de los pescaditos. El no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pescaditos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio; pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los pescados quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pescaditos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla. Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
—¡Eh, rayas! ¡Ligero! ¡Ahí viene el amigo de ustedes, herido!
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro: —¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
—¡Ahí viene!— gritó el zorro de nuevo.
—¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Dénle paso, porque es un hombre bueno!
—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso!— contestaron las rayas. —¡Pero lo que es el tigre, ese no va a pasar!
—¡Cuidado con él!— gritó aún el zorro. —¡No se olviden de que es el tigre!
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció, todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón. Y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas en la orilla se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
—¡El tigre! ¡el tigre!— gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo, había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vió al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si le hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dió un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
—¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
—¡No salimos!— respondieron las rayas.
—¡Salgan!
—¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
—¡Él me ha herido a mí!
—¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!… ¡No se pasa!
—¡Paso! rugió por última vez el tigre.
—¡NI NUNCA!— respondieron las rayas.
(Ellas dijeron: «ni nunca», porque así dicen los que hablan guaraní, como en Misiones).
—¡Vamos a ver!— bramó aún el tigre.
Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado, y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
—¡Fuera de la orilla!— gritaban bajo el agua. —¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, al tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas…
Pero apenas dió un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba, como si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra, y otros tigres, y otros muchos más… Y ellas no podrían defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vió también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:
—¡Rayas! ¡Quiero paso!
—¡No hay paso!— respondieron las rayas.
—¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra.
—¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa!— respondieron ellas.
—¡Por última vez, paso!
—¡NI NUNCA!— gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua: y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al bramido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose: —¡Parece que todavía tenemos cola!…
Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.
—¡Va a pasar el río más arriba!— gritaron. —¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro hasta enturbiar el río.
—¡Pero qué hacemos!— decían. Nosotras no sabemos nadar ligero… ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabía qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto:
—¡Ya está! ¡Qué vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
—¡Eso es!— gritaron todas. —¡Qué vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra había entrado ya en el agua, ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido también a la otra orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, bramaba, saltaba en el agua, hacía volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dió vuelta, nadó de nuevo y fué a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco se podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
—¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los tigres, y van a pasar!
—¡NI NUNCA!— gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
—¡Sí, pasarán!— respondieron tristemente las más viejas. —Si son muchos, acabarán por pasar… Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida, y dió la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
—¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán…
—¡No pasarán!— dijeron las rayas chicas. —¡Usted es nuestro amigo, y no van a pasar!
—¡Sí, pasarán, compañeritas!— dijo el hombre. —Y añadió, hablando en voz baja:
—El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas… pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los pescados… y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra…
—¿Qué hacemos entonces?— dijeron las rayas, ansiosas.
—A ver, a ver…— dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo. —Yo tuve un amigo… un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos… Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí… pero no sé dónde estará…
Las rayas dieron entonces un grito de alegría:
—¡Ya sabemos! ¡Nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida!
Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de 25 balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido: eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaron la carta con la cabeza fuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:
—¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Qué se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló enseguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes: de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también las rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.
—¡Paso a los tigres!
—¡No hay paso!— respondieron las rayas.
—¡Paso, de nuevo!
—¡No se pasa!
—¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no dan paso!
—¡Es posible!— respondieron las rayas. —Pero ni los tigres, ni los hijos de tigre, ni los nietos de tigre, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
—¡Paso, pedimos!
—¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto, los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaban las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos, manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares… pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y bramar en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
—No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Qué los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Qué vengan en seguida todas las rayas que haya en todo el Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligero que dejaban surcos en el agua como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
—¡No podremos resistir más!— le dijeron tristemente las rayas. Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
—¡Váyanse, rayas!— respondió el hombre herido. —¡Déjenme solo! ¡Ustedes ya han hecho demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
—¡NI NUNCA!— gritaron las rayas en un solo clamor. —¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotros!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
—¡Rayas! Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; ¡esto yo se lo aseguro a ustedes!
—¡Sí, ya sabemos!— contestaron las rayas entusiasmadas.
Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado, se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va a saltar, rugieron:
—¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
—¡NI NUNCA!— respondieron las rayas, lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora, de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres bramaban de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluído; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarían; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
—¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en el medio del río, y no se veía más que sus cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
El hombre dió un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición, cargó el winchester con la rapidez de un rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido: — en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
—¡Bravo, bravo! — clamaron las rayas, locas de contentos. — ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua, verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera encima de sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contento.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fué a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano, le gustaba tenderse en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito se lo mostraban a los pescados que no lo conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas con ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.
Ejercicios para el cuento 1: “El paso del Yabebirí”
Comprensión lectora:
¿En qué lugar se desarrolla la historia?
¿Quiénes son los personajes principales del cuento?
¿Cuál es el conflicto principal que se presenta en la historia?
¿Cómo intentan los tigres cruzar el río Yabebirí?
¿Qué papel juegan los dorados en la historia?
¿Cómo se resuelve finalmente el conflicto entre el hombre y los tigres?
¿Qué mensaje final crees que transmite el cuento?
Vocabulario:
Buscá el significado de las siguientes palabras:
. Yabebirí
. Desesperación
. Farra
. Resistir
. Deshechas
. Nieto
. Arrastrándose
Completá las siguientes oraciones con las palabras del vocabulario:
Los tigres querían cruzar el caudaloso río __________.
Las rayas lo seguían __________ por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo.
¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni __________ de raya, si no dan paso!.
Pero las rayas estaban también __________ de cansancio.
No podremos __________ dos ataques como éste.
Yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener __________ para largo rato.
Y en el preciso momento en que las rayas, veían con __________ que habían perdido la batalla.
Reflexión:
¿Qué nos enseña esta historia sobre la importancia de la conexión con la naturaleza?
¿Qué papel juega el ingenio y la astucia en la resolución del conflicto?
¿Qué mensaje final creés que transmite el cuento sobre la relación entre el hombre y el medio ambiente?
Creatividad:
. Creá un mapa del río Yabebirí y marcar los lugares donde ocurrieron los eventos principales de la historia.
. Investigá sobre las leyendas y tradiciones de los pueblos indígenas de la región donde se desarrolla la historia.
. Imaginá y dibujá cómo fue la vida del hombre junto al carpincho cuando fue su mascota
. Escribí un nuevo final para la historia donde el hombre y los tigres finalmente se entienden y se convierten en amigos.
Cuento 2: “La abeja haragana”
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar. Es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día, mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia, para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida, y tienen el lomo pelado porque han perdido los pelos de tanto rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses mucho —le respondieron— sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente, las abejas que estaban de guardia le dijeron:
—Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron— sino mañana mismo—. Acuérdate de esto.
Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes que le dijeran nada, la abejita, exclamó:
—¡Sí, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron— sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora pasa.
Y diciendo esto se apartaron para dejarla entrar.
Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
—No se entra —le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras —le contestaron las otras.— No hay entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no trabajan —respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y esto diciendo la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía, y se veía apenas. Quiso agarrarse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
—¡Ay, mi Dios! —exclamó la desamparada.— Va a llover, y me voy a morir de frío.
E intentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
—¡Perdón! —gimió la abeja— ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde aún.
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir!
Entonces le dijeron:
—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró, hasta que de pronto rodó por un agujero: cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
—¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó la culebra burlona— voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamó entonces:
—¡No es justo, eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero— ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres, que les quitan la miel a ustedes, son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo, menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó la abeja.
—Pues bien, —dijo la culebra,— vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. El que haga la prueba más rara, ese gana. Si gano yo, te como.
—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
—Si ganas tú, —repuso su enemiga— tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena, y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín, la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito.
Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esta prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que no hace nadie.
—¿Qué es eso?
—Desaparecer.
—¿Cómo? exclamó la culebra dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
—Sin salir de aquí.
—¿Y sin esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en la tierra.
—¡Pues bien, hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida —dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna, y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando yo diga «tres», búsqueme por todas partes ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: «uno…, dos… tres», y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miro arriba, abajo, a los lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba?
No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó al fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí,-respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: La plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de ese fenómeno; pera la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fué una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche a noche en la colmena bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fué, en efecto. En adelante ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el Otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir, a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fué para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.
“Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.”
Ejercicios para el cuento 2: “La abeja haragana”
Comprensión lectora:
¿En qué tipo de ambiente se desarrolla la historia?
¿Quiénes son los personajes principales del cuento?
¿Cuál es el problema principal que enfrenta la abeja haragana?
¿Cómo intenta la abeja haragana solucionar su problema?
¿Qué papel juegan las abejas de guardia y la culebra en la historia?
¿Cómo se resuelve finalmente el problema de la abeja haragana?
¿Qué mensaje final crees que transmite el cuento?
Vocabulario:
Buscá el significado de las siguientes palabras:
. Vuelan
. Trabajador
. Engañó
. Inteligentes
. Rogó
. Haragana
Completá las siguientes oraciones con las palabras del vocabulario:
La abeja __________ no quería trabajar.
Las abejas trabajadoras __________ para recolectar néctar y polen.
La abeja haragana __________ que la dejaran entrar a la colmena.
La abeja creía que los hombres eran muy __________.
La abeja __________ a la víbora y se escondió en una hoja.
La historia nos enseña que es importante ser __________ y responsable.
Reflexión:
¿Qué nos enseña esta historia sobre la importancia del trabajo y la responsabilidad?
¿Cómo se refleja la importancia de la solidaridad y la ayuda mutua en el cuento?
¿Qué papel juega la astucia en la resolución del problema de la abeja haragana?
¿Qué mensaje final crees que transmite el cuento sobre las consecuencias de la pereza?
Creatividad:
. Escribí una carta desde la perspectiva de la abeja haragana a sus hermanas, pidiéndoles perdón por su comportamiento.
. Creá una historieta basada en el cuento.
. Investigá sobre las diferentes especies de abejas que existen en el mundo.
. Imaginá y dibujá cómo sería la vida de las abejas si todas fueran haraganas.
. Escribí un nuevo final para la historia donde la abeja haragana nunca aprende a trabajar y no se convierte en un miembro valioso de la colmena.