“Cuentos de la selva” de Horacio Quiroga – Vol 2: Nivel avanzado
Serie Aprendé con Español Castellano
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Índice
Introducción
Cuento 1: “La guerra de los yacarés”
Ejercicios para el cuento 1: “La guerra de los yacarés”
Cuento 2: “La gama ciega”
Ejercicios para el cuento 2: “La gama ciega”
Cuento 3: “Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre”
Ejercicios para el cuento 3: “Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre”
Introducción
“Cuentos de la selva” es una obra clásica y fundamental de la literatura latinoamericana, que llevó a su autor, el uruguayo Horacio Quiroga, a ser reconocido mundialmente.
Situadas en la selva misionera argentina de principios del siglo XX, cada historia nos abre un mundo desconocido y por momentos fantástico en donde animales salvajes y humanos interactúan con total normalidad. Si bien fueron pensados por el autor para un público infantil, rápidamente un adulto puede percibir la profundidad y la riqueza que esconden cada una de las enseñanzas que transmiten.
Como el resto de los libros que componen la serie “Aprendé con Español Castellano”, a esta obra de dominio público se la trabajó de modo tal que pueda ser utilizada tanto por el lector tradicional como por alumnos del idioma español (en su variante de acento rioplatense).
Este volumen específicamente está destinado a estudiantes avanzados y contiene aportes adicionales a la obra original: preguntas de comprensión lectora cuidadosamente seleccionadas, reflexiones y actividades creativas.
Para una mejor disposición editorial, el libro original fue dividido en tres volúmenes. En el presente se incluyen los siguientes tres cuentos: “La guerra de los yacarés”, “La gama ciega” y “Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre”.
¿Quiénes somos? Español Castellano es una plataforma educativa creada por un periodista profesional pensada para aportar materiales originales al estudio del español para hablantes extranjeros pero siempre enfocado en la promoción y la producción de materiales en acento argentino y la difusión de la cultura del país.
En la serie “Aprendé con Español Castellano” todos los libros cuentan con su versión en e-book y audiolibro, son muy económicos, y están escritos y narrados de forma clara, para facilitar tu comprensión. Si todavía no nos conocés, te invito a que nos escuches, veas todos nuestros productos y aprendas con nosotros con nuestro podcast y plataforma web www.espanolcastellano.com
Cuento 1: “La guerra de los yacarés”
En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado un hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oído, y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
—¡Despiértate!— le dijo—. Hay peligro.
—¿Qué cosa? — respondió el otro, alarmado.
—No sé — contestó el yacaré que se había despertado primero—. Siento un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros.
Todos se asustaron, y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chás-chás en el río, como si golpearan el agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:
— ¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo de cabeza. Y gritaban:
— ¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena! Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
— ¡No tengan miedo! — les gritó.— ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chás-chás-chás en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas, que navegaba por primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció.
Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado diciéndoles que eso era una ballena.
— ¡Eso no es una ballena!— le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo.— ¿Qué es eso que pasó?
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.
Pero los yacarés se echaron a reir, porque creyeran que el viejo se había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguía pasando? ¡Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.
— ¿No les decía yo? — dijo entonces el viejo yacaré. — Ya no tenemos nada que comer. Todos los pescados se han ido. Esperemos hasta mañana. Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.
— Bueno;— dijeron entonces los yacarés— el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.
— ¡Sí, un dique! ¡un dique! — gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla. — ¡Hagamos un dique!
En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura. Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno de otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar a los pescados. Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían todavía, cuando oyeron el chás-chás-chás del vapor. Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. Qué les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera; por allí no iba a pasar.
En efecto, el vapor estaba lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río, y mandaron un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el vapor.
El bote se acercó, vió el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! — respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.
—¡Nos está estorbando eso! — continuaron los hombres.
—¡Ya lo sabemos!
—¡No podemos pasar!
—¡Es lo que queremos!
—¡Saquen el dique!
—¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
—¡Yacarés!
—¡Qué hay! — contestaron ellos.
—¿No lo sacan?
—¡No!
—¡Hasta mañana, entonces!
—¡Hasta cuando quieran!
Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contento, daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí, y siempre, siempre habría pescados.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron mudos de asombro; ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
—¡No, no va a pasar! — gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
—¡Eh, yacarés!
—¿Qué hay! — respondieron éstos.
—¿No sacan el dique?
— No.
—¿No?
—¡No!
—Está bien — dijo el oficial. — Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
—¡Echen! — contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado con terribles cañones. El viejo yacaré sabio que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente, y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
—¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua, y nadaron hacia la orilla donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo momento, del buque de guerra salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra, y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés hundidos en el agua con los ojos y la nariz solamente de fuera, vieron pasar al buque de guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
—Hagamos otro dique mucho más grande.
Y en esa misma tarde y esa misma noche hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente, cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
—¡Eh, yacarés! — gritó el oficial.
—¡Qué hay! — respondieron los yacarés.
—¡Saquen ese otro dique!
—¡No lo sacamos!
—¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
—Deshagan… si pueden!
Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada reventó entre los troncos, e hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera, y otro pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique, nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los hombres les hacían burla tapándose la boca.
—Bueno — dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua—. Vamos a morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
—Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con él cuando fuí hasta el mar, y tiene un torpedo. Él vió un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.
El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo, y el dueño del torpedo era uno de ésos.
—¡Eh, Surubí! — gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar, por aquel asunto del sobrinito.
—¿Quién me llama? — contestó el Surubí.
—¡Somos nosotros, los yacarés!
—No tengo ni quiero tener relación con ustedes respondió el Surubí, de mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
—¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo, el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al oír esa voz conocida, el surubí salió de la gruta.
—¡Ah, no te había conocido! — le dijo cariñosamente su viejo amigo. — ¿Qué quieres?
—Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro, y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato. Y después dijo:
—Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo? Ninguno sabía, y todos se callaron.
—Está bien — dijo el Surubí con orgullo — yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola del uno al cuello del otro; de la cola de éste, al cuello de aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente, y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás del otro se habían concluído, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El surubí sostenía al torpedo, y los yacarés tiraban, corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. A la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían construído su último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y los ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.
—¡Eh, yacarés! — gritó el oficial.
—¡Qué hay! — respondieron los yacarés.
—¿Otra vez el dique?
—¡Sí, otra vez!
—¡Saquen ese dique! ¡Nunca!
—¿No lo sacan?
—¡No!
—Bueno; entonces oigan: — dijo el oficial —Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo: ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos, ni jóvenes ni viejos como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
—Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero sabe usted qué van a comer mañana estos dientes? — añadió abriendo su inmensa boca.
—¿Qué van a comer, a ver? — respondieron los marineros.
—A ese oficialito — dijo el yacaré, y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo, y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta, y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
—¡Suelten el torpedo! ¡Ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntó con un solo ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo, y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo de dique.
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombres que estaban en él, lo vieron; es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo. Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió al buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
Los yacarés dieron un gran grito de triunfo y corrieron como locos al dique. Desde allí vieron pasar, por el agujero abierto por la granada, a los hombres muertos, heridos y algunos vivos, que la corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete, y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.
No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac!, en dos golpes de boca se lo comió.
—¿Quién es ese? — preguntó un yacarecito ignorante.
—Es el oficial — le respondió el Surubí. — Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo de las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y por las manchas oscuras que tiene se parece a la de una víbora, el Surubí nadó una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.
Ejercicios para el cuento 1: “La guerra de los yacarés”
Comprensión lectora:
¿En qué lugar se desarrolla la historia?
¿Quiénes son los dos bandos principales que se enfrentan en la guerra?
¿Cuál es el motivo que desencadena el conflicto entre los yacarés y los marineros?
¿Qué estrategias utilizan los yacarés para intentar derrotar a los buques de guerra?
¿Cómo logran finalmente los yacarés vencer a los marineros?
¿Qué papel juega el Surubí en la historia?
¿Qué mensaje final crees que transmite el cuento?
Vocabulario:
Buscá el significado de las siguientes palabras:
. Cañonazos
. Experiencia
. Buques a vapor
. Sobrino
. Yacarés
. Astucia
Completá las siguientes oraciones con las palabras del vocabulario:
Los yacarés se vieron amenazados por la llegada de los __________.
El viejo yacaré era sabio porque tenía mucha __________.
Los __________ construyeron diques para evitar el paso de los buques.
El acorazado destruyó los diques a __________.
Los yacarés finalmente derrotaron al acorazado con su __________ y trabajo en equipo.
El Surubí estaba enojado con los Yacarés porque estos se comieron a su __________.
Reflexión:
¿Qué nos enseña esta historia sobre la importancia de la defensa del territorio?
¿Cómo se refleja la astucia y la inteligencia de los yacarés en el cuento?
¿Qué papel juega la tecnología en el desarrollo del conflicto?
¿Qué mensaje final crees que transmite el cuento sobre la guerra y la paz?
Creatividad:
. Escribí una carta desde la perspectiva de un yacaré a un marinero, contándole cómo vivió la guerra.
. Creá un mapa del río donde se desarrolla la historia y marcar los lugares donde ocurrieron los enfrentamientos.
. Investigá sobre las diferentes especies de yacarés que existen en América del Sur.
. Imaginá y dibujá cómo sería la vida de los yacarés si no hubieran ganado la guerra.
. Escribí un nuevo final para la historia donde los yacarés y los marineros logran llegar a un acuerdo de paz.
Cuento 2: “La gama ciega”
Había una vez un venado —una gama— que tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían siempre cosquillas en los costados.
Su madre le hacía repetir todas las mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así:
I
Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas.
II
Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés.
III
Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre.
IV
Cuando se come pasto del suelo, hay que mirar siempre antes los yuyos para ver si hay víboras.
Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.
Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vió de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, vió muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras.
¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo; pero como era muy traviesa, dió un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vió entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima.
La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima, porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así.
En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contento fué a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente.
—Ten mucho cuidado, mi hija— le dijo —con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas.
La gamita gritó contenta:
—¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no.
—Estás equivocada, mi hija,— continuó la madre. —Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas a dar un gran disgusto.
—¡Sí, mamá! ¡sí, mamá!— respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a la mañana siguiente, fué seguir los senderos que habían abierto los hombres en el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.
Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una fajita amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido también era distinto; pero la gamita pensó que puesto que estas abejas eran más grandes, la miel debía de ser más rica.
Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas creyó que su mamá exageraba, como exageran siempre las madres de las gamitas. Entonces le dió un gran cabezazo al nido.
¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron enseguida cientos de avispas, miles de avispas que la picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.
La gamita, loca de dolor, corrió y corrió gritando, hasta que de repente tuvo que pararse: tuvo que pararse porque no veía más; estaba ciega, ciega del todo.
Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó quieta entonces, temblando de dolor y miedo, y sólo podía llorar desesperadamente:
—¡Mamá!… ¡mamá!…
Su madre, que había salido a buscarla porque tardaba mucho, la halló al fin, y se desesperó también con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso hasta su cubil, con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del monte que encontraban en el camino, se acercaban todas a mirar los ojos de la infeliz gamita.
La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella sabía bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un hombre que tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba también venados; pero era un hombre bueno.
La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre que cazaba gamas. Como estaba desesperada, se decidió a hacerlo. Pero antes quiso ir a pedir una carta de recomendación al Oso Hormiguero, que era gran amigo del hombre.
Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó corriendo el monte, donde un tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la guarida de su amigo, no podía dar un paso más de cansancio.
Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una especie pequeña cuyos individuos tienen un color amarillo, y por encima del color amarillo una especie de camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan por encima de los hombros. Tienen también la cola prensil, porque viven casi siempre en los árboles, y se cuelgan de la cola.
¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el oso hormiguero y el cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el motivo a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.
—¡Tan! tan! tan!— llamó jadeante.
—¿Quién es?— respondió el oso hormiguero.
—¡Soy yo, la gama!
—¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
—Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador. La gamita, mi hija, está ciega.
—¿Ah, la gamita?— respondió el oso hormiguero. —Es una buena persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito… Muéstrele esto, y la atenderá.
Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama una cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los colmillos venenosos.
—Muéstrele esto— dijo aún el comedor de hormigas. —No se precisa más.
—Gracias, Oso Hormiguero!— respondió contenta la gama. —Usted también es una buena persona.
Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.
Al pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y arrimadas a las paredes, para que los perros no las sintieran.
Ya estaban ante la puerta del cazador.
—¡Tan! ¡tan! tan!— golpearon.
—¿Qué hay?— respondió una voz de hombre, desde adentro.
—¡Somos las gamas!… ¡TENEMOS LA CABEZA DE VÍBORA!
La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien que ellas eran amigas del oso hormiguero.
—¡Ah, ah!— dijo el hombre, abriendo la puerta. —¿Qué pasa?
—Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.
Y contó al cazador toda la historia de las abejas.
—¡Hum!… Vamos a ver qué tiene esta señorita— dijo el cazador. Y volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la gamita, para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó así los ojos bien de cerca con un vidrio redondo muy grande, mientras la mamá alumbraba con el farol de viento colgado de su cuello.
—Esto no es gran cosa— dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la gamita. —Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en los ojos todas las noches, y téngala 20 días en la oscuridad. Después póngale estos lentes amarillos, y se curará.
—¡Muchas gracias, cazador! respondió la madre, muy contenta y agradecida.
—¿Cuánto le debo?
—No es nada,— respondió sonriendo el cazador. —Pero tenga mucho cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente un hombre que tiene perros para seguir el rastro de los venados.
Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada momento. Y con todo, los perros las olfatearon y las corrieron media lengua dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y delante la gamita iba balando.
Tal como dijo el cazador, se efectuó la curación. Pero sólo la gama supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran árbol, durante veinte días interminables. Adentro no se veía nada. Por fin una mañana la madre apartó con la cabeza el gran montón de ramas que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y la gamita, con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
—¡Veo, mamá! Ya veo todo!
Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de alegría al ver curada a su gamita.
Y se curó del todo. Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita tenía un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a toda costa pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella, y no sabía cómo.
Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer la orilla de las lagunas y bañados, buscando plumas de garzas para llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se acordaba a veces de aquella gamita ciega que él había curado.
Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto, muy contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la puerta, y vió a la gamita que le traía un atadito, un plumerito todo mojado de plumas de garza.
El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una semana después volvió con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído la vez anterior de cariño, no se rió esta vez porque la gamita no comprendía su risa. Pero en cambio le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó loca de contenta.
Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen mucho dinero, y se quedaba las horas charlando con el hombre. Él ponía siempre en la mesa un jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le daba también cigarros, que las gamas comen con gran gusto, y no les hace mal. Pasaban así el tiempo, mirando la llama, porque el hombre tenía una estufa de leña, mientras afuera el viento y la lluvia sacudían el alero de paja del rancho.
Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador colocaba en la mesa el jarrito con miel y la servilleta, mientras él tomaba café y leía, esperando en la puerta el TAN-TAN bien conocido de su amiga la gamita.
Ejercicios para el cuento 2: “La gama ciega”
Comprensión lectora:
¿En qué tipo de ambiente se desarrolla la historia?
¿Cuáles son los tres personajes principales del cuento?
¿Qué ocurre al principio de la historia que desencadena el conflicto?
¿Cómo intenta la madre de la gamita ayudarla?
¿Qué papel juega el oso hormiguero en la historia?
¿Cómo se cura la gamita?
¿Cómo cambia la relación entre la gamita y el cazador después de la curación?
Vocabulario:
Buscá el significado de las siguientes palabras:
. Canto
. Tormenta
. Víboras
. Madriguera
. Aguijón
. Cazador
. Atadito
. Pomada
. Cuarto
Completar las siguientes oraciones con las palabras del vocabulario:
La gamita repetía el __________ todas las mañanas.
La gamita tenía miedo de las __________ venenosas.
Las abejas del primer nido no tenían __________.
El oso hormiguero vivía en una __________ alta.
La madre de la gamita fue a pedir ayuda a un __________.
El cazador le dio a la gamita una __________ para curarse.
La gamita llevaba un __________ de plumas de garza al cazador.
El cazador leía en su __________, junto a la estufa de leña.
La gamita iba a visitar al cazador en las noches de __________.
Reflexión:
¿Qué nos enseña esta historia sobre la importancia de la obediencia a las normas?
¿Cómo se reflejan los peligros de la naturaleza en el cuento?
¿Qué papel juega la amistad en la historia?
¿Qué mensaje final crees que transmite el cuento?
Creatividad:
. Escribí una carta desde la perspectiva de la gamita a su madre, contándole cómo se siente después de curarse.
. Creá una historieta basada en el cuento.
. Investigá sobre los diferentes tipos de venados que existen en Argentina.
. Imaginá y dibujá cómo sería la vida de la gamita si no se hubiera curado.
. Escribí un nuevo final para la historia donde la gamita y el cazador emprenden una aventura juntos.
Cuento 3: “Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre”
Había una vez una coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.
Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:
—Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís.
El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.
Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener un gran miedo. Son los perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto. Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así, los matarán con seguridad de un tiro.
Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.
El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse dormido. El segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte, como pasa en el Paraguay y en Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El tercero, que era loco por los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día para encontrar únicamente dos nidos: uno de tucán, que tenía tres huevos y uno de tórtola, que tenía sólo dos. Total, cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al caer la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la recomendación de su madre.
—¿Por qué no querrá mamá— se dijo —que vaya a buscar nidos en el campo?
Estaba pensando así, cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro.
—¡Qué canto tan fuerte!— dijo admirado. —¡Qué huevos tan grandes debe de tener ese pájaro!
El canto se repitió, y entonces el coatí se puso a correr por entre el monte, cortando camino, porque el canto había sonado muy a su derecha. El sol caía ya, pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó a la orilla del monte, por fin, y miró al campo. Lejos vió una casa de hombres, y vió a un hombre con botas que llevaba un caballo de la soga. Vió también un pájaro muy grande que cantaba, y entonces el coaticito se golpeó la frente y dijo:
—¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ése. Es un gallo: mamá me lo mostró un día, de arriba de un árbol. Los gallos tienen un canto lindísimo y tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos de gallina!…
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos del monte como los huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se acordó de la recomendación de su madre. Pero el deseo pudo más, y se sentó a la orilla del monte, esperando que cerrara bien la noche para ir al gallinero.
La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a paso, se encaminó a la casa. Llegó allá y escuchó atentamente: no se sentía el menor ruido. El coaticito, loco de alegría porque iba a comer cien, mil, dos mil huevos de gallina, entró en el gallinero, y lo primero que vió bien en la entrada, fué un huevo de gallina, un espléndido huevo que estaba solo en el suelo. Pensó un instante en dejarlo para el final, como postre, porque era un huevo muy grande; pero la boca se le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.
Apenas lo mordió, ¡TRAC!, un terrible golpe en la cara y un inmenso dolor en el hocico.
—¡Mamá, mamá! – gritó, loco de dolor, saltando a todos lados. Pero estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de un perro.
Mientras el coatí esperaba a la orilla del monte que cerrara bien la noche para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaba sobre la gramilla con sus hijos, dos criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían riendo, se caían, se levantaban riendo otra vez, y volvían a caerse. El padre se caía también, con gran alegría de los chicos. Dejaron por fin de jugar porque ya era de noche, y el hombre dijo entonces:
—Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que viene a matar a los pollos y robar los huevos.
Y fué y armó la trampa. Después comieron y se acostaron. Pero las criaturas no tenían sueño, y saltaban de la cama del uno a la del otro y se enredaban en el camisón. El padre, que leía en el comedor, los dejaba hacer. Pero los chicos de repente se detuvieron en sus saltos y gritaron:
—¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está ladrando! ¡Nosotros también queremos ir, papá!
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran las sandalias, pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, por temor a las víboras.
Fueron. ¿Qué vieron allí? Vieron a su padre que se agachaba, teniendo al perro con una mano, mientras con la otra levantaba de la cola a un coatí, un coaticito chico aún, que gritaba con un chillido rapidísimo y estridente, como un grillo.
—¡Papá, no lo mates!— dijeron las criaturas. —¡Es muy chiquito! ¡Dánoslo para nosotros!
— Bueno, se lo voy a dar— respondió el padre. —Pero cuídenlo bien, y sobre todo no se olviden de que los coatís toman agua como ustedes.
Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez un gatito montés al cual a cada rato le llevaban carne, que sacaban de la fiambrera; pero nunca le dieron agua, y se murió.
En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula del gato montés, que estaba cerca del gallinero, y se acostaron todos otra vez.
Y cuando era más de media noche y había un gran silencio, el coaticito, que sufría mucho por los dientes de la trampa, vió, a la luz de la luna, tres sombras que se acercaban con gran sigilo. El corazón le dió un vuelco al pobre coaticito al reconocer a su madre y sus dos hermanos que lo estaban buscando.
—¡Mamá, mamá!— murmuró el prisionero en voz muy baja para no hacer ruido.
—¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero quedarme, má… má!…— Y lloraba desconsolado.
Pero a pesar de todo estaban contentos porque se habían encontrado, y se hacían mil caricias con el hocico.
Se trató enseguida de hacer salir al prisionero. Probaron primero cortar el alambre tejido, y los cuatro se pusieron a trabajar con los dientes; más no conseguían nada. Entonces a la madre se le ocurrió de repente una idea, y dijo:
—¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los hombres tienen herramientas para cortar fierro. Se llaman limas. Tienen tres lados, como las víboras de cascabel. Se empuja y se retira. ¡Vamos a buscarla!
Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima. Creyendo que uno solo no tendría fuerzas bastantes, sujetaron la lima entre los tres y empezaron el trabajo. Y se entusiasmaron tanto, que al rato la jaula entera temblaba con las sacudidas y hacía un terrible ruido. Tal ruido hacía, que el perro se despertó, lanzando un ronco ladrido. Mas los coatís no esperaron a que el perro les pidiera cuenta de ese escándalo, y dispararon al monte, dejando la lima tirada.
Al día siguiente los chicos fueron temprano a ver a su nuevo huésped, que estaba muy triste.
—¿Qué nombre le pondremos?— preguntó la nena a su hermano.
—¡Ya sé!— respondió el varoncito. —¡Le vamos a poner Diecisiete!
¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre más raro. Pero el varoncito está aprendiendo a contar, y tal vez le había llamado la atención aquel número.
El caso es que se llamó «Diez y siete». Le dieron pan, uvas, chocolate, carne, langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina. Lograron que en un sólo día se dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las criaturas, que al llegar la noche, el coatí estaba casi resignado con su cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas que había para comer allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre, que tan alegres y buenos eran.
Durante dos noches seguidas el perro durmió tan cerca de la jaula, que la familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con gran sentimiento. Y cuando a la tercera noche llegaron a buscar de nuevo la lima para dar libertad al coaticito, éste les dijo:
—Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan muchos huevos y son muy buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien me iban a dejar suelto muy pronto. Son como nosotros. Son cachorritos también, y jugamos juntos.
Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se resignaron, prometiendo al coaticito venir todas las noches a visitarlo.
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus hermanos iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan por entre el tejido de alambre, y los coatís salvajes se sentaban a comer frente a la jaula.
Al cabo de quince días el coaticito andaba suelto, y él mismo se iba de noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar muy cerca del gallinero, todo marchaba muy bien. El y las criaturas se querían mucho, y los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos cachorritos de hombre, habían concluído por tomar cariño a las dos criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor y tronaba, los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les respondió. Se acercaron muy inquietos y vieron entonces, en el momento en que casi la pisaban, una enorme víbora que estaba enroscada a la entrada de la jaula. Los coatís comprendieron enseguida que el coaticito había sido mordido al entrar, y no había respondido a su llamado porque acaso estaba ya muerto. Pero lo iban a vengar bien. En un segundo, entre los tres, enloquecieron a la serpiente de cascabel, saltando de aquí para allá, y en otro segundo cayeron sobre ella, deshaciéndole la cabeza a mordiscones.
Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el coaticito, tendido, hinchado, con las patas temblando y muriéndose. En balde los coatís salvajes lo movieron; lo lamieron en balde por todo el cuerpo durante un cuarto de hora. El coaticito abrió por fin la boca y dejo de respirar, porque estaba muerto.
Los coatís son casi refractarios, como se dice, al veneno de las víboras. No les hace casi nada el veneno, y hay otros animales, como la mangosta, que resisten muy bien el veneno de las víboras. Con toda seguridad el coaticito había sido mordido en una arteria o una vena, porque entonces la sangre se envenena en seguida, y el animal muere. Esto le había pasado al coaticito.
Al verlo así, su madre y sus hermanos lloraron un largo rato. Después, como nada más tenían que hacer allí, salieron de la jaula, se dieron vuelta para mirar por última vez la casa donde tan feliz había sido el coaticito, y se fueron otra vez al monte.
Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados, y su preocupación era ésta: ¿qué iban a decir los chicos cuando, al día siguiente, vieran muerto a su querido coaticito? Los chicos lo querían muchísimo, y ellos, los coatís, querían también a los cachorritos rubios. Así es que los tres coatís tenían el mismo pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los chicos.
Hablaron un largo rato, y al fin decidieron lo siguiente: el segundo de los coatís, que se parecía muchísimo al menor, en cuerpo y modo de ser, iba a quedarse en la jaula, en vez del difunto. Como estaban enterados de muchos secretos de la casa, por los cuentos del coaticito, los chicos no conocerían nada; extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.
Y así pasó, en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito reemplazó al primero, mientras la madre y el otro hermano se llevaban sujetos de los dientes el cadáver del menor. Lo llevaron despacio al monte, y la cabeza colgaba, balanceándose, y la cola iba arrastrando por el suelo.
Al día siguiente los chicos extrañaron, efectivamente, algunas costumbres raras del coaticito. Pero como éste era tan bueno y cariñoso como el otro, las criaturas no tuvieron la menor sospecha. Formaron la misma familia de cachorritos de antes, y, como antes, los coatís salvajes venían noche a noche a visitar al coaticito civilizado, y se sentaban a su lado a comer pedacitos de huevos duros que él les guardaba, mientras ellos le contaban la vida de la selva.
Ejercicios para el cuento 3: “Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre”
Comprensión lectora:
¿En qué lugar se desarrolla la historia?
¿Quiénes son los personajes principales del cuento?
¿Qué ocurre al principio de la historia que desencadena el conflicto?
¿Cómo reaccionan la madre de los cachorros de coatí y el padre de los niños ante la situación?
¿Qué papel juega la madre de los coatíes en la historia?
¿Cómo se resuelve finalmente la historia?
¿Qué mensaje final creés que transmite el cuento?
Vocabulario:
Buscá el significado de las siguientes palabras:
. Monte
. Atrapó
. Enseñó
. Veneno
. Dolor
. Sandalias
Completá las siguientes oraciones con las palabras del vocabulario:
Los coatíes vivían en el __________ .
El hombre __________ a uno de los cachorros de coatí con una trampa.
La madre de los coatíes __________ a sus hijos a cómo protegerse.
A los coatías no les hace casi nada el __________ de las víboras.
Los tres coatís tenían el mismo pensamiento, y era evitarles ese gran __________ a los chicos.
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran las __________, pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, por temor a las víboras.
Reflexión:
¿Qué nos enseña esta historia sobre la importancia de la tolerancia y el respeto a las diferencias?
¿Cómo se reflejan los valores de la familia y la amistad en el cuento?
¿Qué papel juega el miedo en el desarrollo del conflicto?
Creatividad:
. Escribí una carta desde la perspectiva de un cachorro de coatí a un cachorro de hombre, contándole cómo se sintió al conocerlo.
. Creá una historieta basada en el cuento.
. Investigá sobre las características y hábitos de vida de los coatíes.
. Imaginá y dibujá cómo sería la vida de los coatíes y los niños si vivieran juntos en la misma casa.
. Escribí un nuevo final para la historia donde todos los coatíes y los niños del cuento se embarcan en una aventura juntos.